Hasta mediados del siglo XIX, éste fue el límite poniente de la ciudad y, al menos en el imaginario, siguió siendo la salida a “tierra firme” más importante para los españoles. Y no en balde, porque de aquí huyeron de la Batalla de la Noche Triste, derrotados, en el siglo XVI; a su regreso, en una ofensiva sin retorno, los españoles construyeron la capilla (1559) que rendiría tributo al mártir San Hipólito y, paradójicamente, aquí mismo, durante todo el virreinato, iniciarían las procesiones anuales que festejaban la fundación de la ciudad de México.
La portada del templo de San Hipólito mira de perfil hacia el oriente. Su estética barroca neoclásica alterna las columnas estípites, con evocaciones mudéjares y relieves del Espíritu Santo, San José y San Hipólito. Las solemnes torres contrastan con las ajaracas que adornan su base e invitan a reconocer un lugar de culto que fue reconstruido en varias ocasiones, y aunque partes de su portada debieron repararse en 1962, su estructura data del último tercio del siglo XVIII.
Su original temple radica en los avatares que la iglesia ha sobrevivido y en la vitalidad que aún la rodea: los días veintiocho de cada mes, cientos de personas asisten a venerar a San Judas Tadeo, el patrón para las causas difíciles y desesperadas, por lo que el escudo de piedra que se halla en la entrada del atrio —elaborado por el maestro mayor de ciudad, José Damián Ortiz, a principios del siglo XIX para celebrar la Batalla de la Noche Triste y la toma de Tenochtitlan— queda mensualmente sepultado por una multitud que parece rogar por la oportunidad de una revancha.
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